Noviembre es el mes de la Patria en Panamá.  La bandera azul, roja y blanca ondea en las ventanas de los carros, en los edificios públicos, en las plazas, en las fachadas de las casas.  Los alumnos de educación básica desfilaron por el Casco Viejo y la Cinta Costera, con sus uniformes impecables, mientras cientos de panameños salieron a las calles a conmemorar el nacimiento de su república tras la separación de Colombia el 3 de noviembre de 1903.

Como extranjera recién llegada, había vivido las festividades como espectadora. Eché un vistazo a los resúmenes de los discursos oficiales por YouTube  y escuché a panameños decir sentirse orgullosos de haber nacido en “un país pequeño con sueños de gigante”.

Pero el asunto no me había llegado al alma hasta que mis hijas participaron en los actos protocolares de su colegio. Claudia y Sofía, de 6 y 4 años, marcharon con paso firme en el desfile escolar, agitando sonrientes la bandera de Panamá.

Al terminar su recorrido se formaron por grado e hicieron un juramento a la bandera. Luego cantaron el himno del colegio y el Himno Nacional. En ese momento, tuve que tragar duro para no llorar. Me sentí orgullosa de mis hijas. De su capacidad de adaptarse a su entorno y de aprender en pocas semanas las letras de unos cánticos que jamás habían escuchado y de los que yo todavía no puedo decir ni una estrofa. También sentí dolor porque de sus labios no salía el “Gloria al bravo pueblo”.

Luego una maestra leyó: “La Patria la encarnan la saloma y el tambor, la tuna y la mejorana, los congos y los bullerengues, la balsería; y nuestro panameñísimo Canal”. A punta de Google descubrí que la saloma es una especie de grito, que balsería es un ritual social de la étnica Ngöbe que involucra una pelea simulada, que un bullerengue es un baile cantado de la provincia de Darién.

Mis referentes culturales son distintos y nada en mí resuena con esas palabras, pero seguramente en mis hijas sí resonará. Los recuerdos de su país de origen se irán desvaneciendo con el tiempo y serán reemplazados por un espacio psíquico donde construirán un país idealizado con sus reminiscencias, fantasías y añoranzas. Su patria será la que vivan, transpiren y disfruten.

Todos tenemos un lugar en el mundo que nos hace erizar la piel y a mis hijas les tocará descubrir con sus vivencias cuál será el suyo. Sus partidas de nacimiento dicen que son venezolanas, sus pasaportes las hacen legalmente italianas y su carnet de identidad las autoriza a vivir permanentemente en Panamá.

Si nos toca quedarnos, espero que amen este lugar como propio. Espero que puedan mezclar en su alma lo mejor de sus padres y abuelos venezolanos, del nono siciliano, de la abuelita canaria, de los tíos y el primo brasileños, con  todas las enseñanzas y querencias de sus maestros y amigos pañameños. Serán multiculturales y espero que eso las ayude a transitar por sus vidas sin tantos prejuicios.

De las rivalidades entre países y del nacionalismo extremo nunca ha salido nada bueno y no quiero que la hiel del exiliado herido marque el camino de mis niñas. Venimos de un país escindido por el odio y aunque yo no estoy exenta de él, quiero que la inclusión y el respeto por los otros guíe el norte de mis pequeñas.

Leo a diario en Facebook el dilema de los que se fueron, de los que se quieren ir y de los que nunca se irían de Venezuela. También veo comentarios xenófobos en Twitter que sólo empeoran la precaria situación de los venezolanos en el mundo.

En el mes de la Patria panameña, el orgullo aflora y los ánimos se agitan. A mí no me queda otra que sobarme callada mi herida del destierro, mientras aprendo la historia y las tradiciones de estos lares.

En pocos días, mis hijas desfilarán con el traje típico en otro acto del colegio. Las instrucciones de la profesora de flocklore fueron específicas: Hay que vestir basquiña, montuna salteña o pollera de lujo, pollerón de vuelo ancho, enagua o peticote, con sus respectivos tembleques y joyas (cadena chata).

Después de la paridera para descifrar qué significa cada cosa, dónde se compra y de la gastadera de dólares que cuesta mucho conseguir, Claudia y Sofía participarán en una coreografía del baile montuno santeño y se sentirán felices con nuestros aplausos y sus atuendos.

Cuando se me haga otra vez el nudo en la garganta, volveré a tragar duro.  Recordaré que decidí dejar mi país para buscar un futuro más amable para mis hijas y, sobre todo, porque desde hace mucho me sentía extranjera en mi propia patria. Extranjera soy, aquí y allá.