Con frecuencia voy caminando a buscar a mis hijas al colegio. Aunque echar a andar en el calor húmedo de Panamá a la 1:30 p.m. no parece un plan atractivo, algo de la corta travesía me encantó desde el primer día. Se trata de un trayecto plano de 1.500 metros desde mi casa hasta la escuela por un acera asfaltada que tiene una zona boscosa de un lado y del otro una avenida de dos canales.
Los ñeques (Dasyprocta punctata) no se amilanan ante la hora pico y se aventuran a buscar comida cerca del camino. Estos roedores de pelaje castaño rojizo son como los hermanos gigantes del acure venezolano. Calculo que pueden medir hasta medio metro de longitud y tienen una actitud parecida a la de las ardillas. Con un ojo buscan dónde hincar el diente y con el otro vigilan que los humanos no traspasemos la distancia que consideran prudente para su supervivencia.
A esa hora también marchan en fila hormigas enormes que parecieran picar bien duro con pedazos de hojas a sus espaldas que duplican su tamaño. En la grama resaltan algunos grillos y uno que otro escarabajo con cuernos atemorizantes.
Pero mi fascinación creció hace un par de semanas, cuando me enteré que el kilómetro y medio que recorro al mediodía tiene una historia ancestral. Las civilizaciones precolombinas descubrieron que era posible transportar personas y bienes entre el Mar del Norte y el Mar del Sur alternando caminatas y viajes en curiarias. Los españoles detectaron rápidamente la ruta tras la Conquista y la bautizaron Camino de Cruces. Por allí pasó una buena cantidad de la riqueza saqueada a los imperios precolombinos y del oro de las minas del Potosí en el Virreinato del Perú, que hoy se encuentran en territorio boliviano.
Todavía no conozco mucho sobre el tránsito de las poblaciones prehispánicas por el Istmo. Pero hay publicaciones antropológicas que hablan del intercambio comercial y cultural entre las Antillas, el norte de Sudamérica y la costa pacífica de Centroámerica antes de la llegada de Cristóbal Colón.
El atajo encontrado por los precolombinos para facilitar el intercambio de bienes fue usado por los europeos como el camino corto para dilapidar a América. Eran 80 kilómetros de una ruta mixta que garantizaba transportar mercancía entre los Océanos Atlántico y Pacífico en un máximo de 15 días. Los pedazos complicados eran los terrestres, pues el empedrado no se completó hasta el siglo XVII. Los otros trechos eran fluviales, navegando por el río Chagres.
El Instituto Nacional de Cultura colocó carteleras en uno de los puntos donde encontraron evidencia arqueológica del Camino de Cruces. Aunque recorro el lugar a diario, me costó ubicar el centro de información porque está detrás del estacionamiento de una moderna estructura donde funciona un bodegón de lujo, un conocido banco y una sucursal de la cadena de farmacias más grande del país. Una metáfora de la Panamá actual. Desapercibidas por las decenas de consumidores habituales de la tienda de productos gourmet que resalta desde la carretera, yacen las pancartas que resumen en pocos párrafos un historia con una repercusión inmensurable para América.
El Inac relata que en el Camino de Cruces se construyó una aduana que luego se convertiría en uno de sus principales lugares de recaudación y control de bienes del Nuevo Mundo. Panamá se consolidó como un lugar clave del paso de mercancías, personas y metales preciosos desde América del Sur hasta España.
Los malhechores también quisieron apoderarse del Camino. En 1671, el pirata Henry Morgan atacó la ciudad, dejándola en ruinas. Los habitantes reconstruyeron Panamá en el llamado sitio de Ancón, y el Camino de Cruces recondujo su salida hacia el Pacífico por el río Curundú.
El interés por el intrincado paso interoceánico renació durante la fiebre del oro de 1830. Estados Unidos estableció rutas marítimas que conectaban sus costas este y oeste con Panamá. La construcción del Ferrocarril y el Canal de Panamá tardaría décadas, así que los metales preciosos extraídos de California llegaron a Nueva York por el engorroso Camino de Cruces.
Hoy parte de esa historia está sepultada bajo los cimientos de grandes desarrollos urbanísticos que proliferaron en las áreas revertidas después de que los estadounidenses entregaron sus zonas militares y el Canal. Me cuentan que el Camino de Cruces pasaba justo por los jardines del colegio de mis hijas y las áreas verdes de la Embajada de Estados Unidos y sigue hasta donde hoy se encuentran las Esclusas de Miraflores del Canal de Panamá.
Mientras leo y averiguo, paseo por esa senda con la imaginación encendida. Veo caciques haciendo pactos, mercenarios asaltando mineros, damas enmantilladas sofocadas en sus aparatosos trajes en su viaje de regreso a la corte, funcionarios reales cobrando diezmos, esclavos abriendo trochas, militares repasando sus tácticas de guerra, todos mezclados en un túnel fantástico del tiempo en la calle que transito a diario y que resultó ser la franja de tierra más estrecha del continente.