Si alguien me hubiera preguntado a los 15 cómo sería al cumplir 45, nunca me hubiera descrito como soy hoy, 7 de diciembre de 2014, el día en que cumplo 45 años. Cuando era muchacha me imaginaba como una Christiane Amanpour criolla, una periodista intrépida, capaz de hacer cualquier cosa por informar de primera mano acontecimientos de repercusión mundial. Además de exitosa, la mujer que proyectaba en mi cabeza conservaría la tersura de su rostro de niña, la firmeza de su cuerpo de guitarra y la arrogancia de gigante en metro y medio de estatura.
Tres décadas más tarde, ninguna de esas fantasías se cumplieron y no me siento decepcionada por eso. He tenido el privilegio de descubrir el mundo como periodista, trabajando para empresas muy grandes, muy pequeñas o para mí misma, con la misma curiosidad del primer día. El romance entre el teclado y yo permanece intacto, aunque reconozco que lo he abandonado por largos períodos de silencio. Quiero seguir escribiendo con el placer que siento en este momento hasta que mi vida se apague.
Me miro al espejo, veo a la mujer madura que soy y me gusto. Mi cintura desapareció con los embarazos y nunca más volvió, pero no la extraño demasiado. Cada centímetro de mi piel, con sus estrías y pliegues, tiene historias que atesoro y que no cambiaría por un empaque a estrenar. Los genes de la abuelita Aurora hicieron lo suyo, no sólo con los kilitos de más, sino también espantando las canas y las arrugas de mi rostro. Y cuando los cabellos blancos y las patas de gallina lleguen, espero aceptarlas sin complejos, como una realidad inexorable.
Si la Mariángela de 15 años pudiera describirme ahora diría que ve a una cuarentona con dos niñas que aún no se bañan solas, que recién comienza un intento migratorio, en medio de una crisis económica mundial.
Para mi fortuna, la Mariángela que abrió los ojos esta mañana tiene 45 y no 15. Y la verdad es que me sentí la mujer más afortunada del mundo. Me desperté amada por un hombre extraordinario, que me cuida y soporta mi malcriadez. Me desperté mamá de dos niñitas preciosas que se encaramaron en mi cama para llenarme de besos y felicitaciones. Me desperté con la certeza de que el dolor no mata, de que las heridas sanan, de que es posible comenzar de nuevo, de que mi familia y mis amigos son mi gran tesoro.
Si me piden hoy describir a la Mariángela de 65, no cambiaría nada. Quisiera abrir los ojos y estar rodeada de amor. Con eso basta.