Anoche tuve un sueño persecutorio. Me habían “despedido” del país. Había perdido mi derecho a ser ciudadana de la república por “deslealtad de pensamiento”. Mi nombre y mi cédula figuraban en unas listas digitales que pasaban de mano en mano en ipads. Los veladores de la revolución caminaban por un enorme edificio con pasillos laberínticos en busca de disidentes.
Necesitaba escapar. Lo primero que hice fue deshacerme del carnet de identidad que tenía adherido a la camisa. Burlé una alcabala entregando la identificación de una amiga. En las oficinas del gobierno todos parecían felices menos yo. Subí por unas angostas escaleras de caracol y llegué a las habitaciones privadas de El Jefe. Un grupo de niños cantaban aguinaldos frente a un pesebre. Pensé en su candor e inocencia.
Hombres encorbatados entraban y salían buscándome. Yo me escondía detrás de una imagen de la Virgen del Valle. Salí de allí a tientas al caer la noche. Me daba terror la oscuridad, pero mi miedo a ser atrapada era todavía mayor. En una terraza me encontré con Andrés, un amigo del colegio que ahora es ministro. Le supliqué que no me delatara. Me aseguró que me ayudaría a salir de allí.
Me dijo que reptara por un hueco camuflado con hojas que la disidencia cavó en una esquina del jardín presidencial. La tierra era húmeda, suave y oscura. Era suelo abonado, propicio para germinar no para huir. Por eso era tan difícil avanzar. Al adentrarme en el angosto túnel descubrí que decenas de otros escapaban por una urdimbre de pasillos subterráneos. Un estruendo hizo vibrar el terreno y varios prófugos fueron desenterrados por una excavadora manejada por Andrés. Yo me salvé por centímetros, protegida por las raíces de un árbol.
El sueño fue interrumpido por el llanto de Sofía. La tomé en mis brazos para calmarnos juntas. Persistía la sensación de huída y la certeza de que para escapar de esa, me hubiera tenido que convertir en lombriz.