(Imagen Paco Rives Manresa. Creative Commons)
A los once años no se me ocurrió pensar que John Reed endulzaba sus historias cuando escribió Diez días que estremecieron al mundo para que la próspera sociedad estadounidense de los años 20 viera con buenos ojos la Revolución Rusa de 1917. Admiraba el romanticismo que le imprimió a capítulos sangrientos de la historia con sus detalladas descripciones de los combatientes en las trincheras. No se trataba de un periodista objetivo, sino de uno comprometido con una causa.
El historiador Howard Zinn describe a Reed como un hombre que se negaba a ser un simple escritor que atacaba al sistema con palabras, sino uno que amaba libremente, desafiaba gobiernos y era encarcelado. Luego Reed fue catapultado a la fama con Reds, una película hollywoodense que le valió un Oscar a Warren Beatty. Aunque había leído y subrayado los libros de Reed sobre Rusia y sobre la Revolución Mexicana (México Insurgente), no sentí que el personaje que veía en la pantalla era el mismo que imaginaba cabalgando y tomando tequila por el norte de México con Pancho Villa en 1911.
Pasaron los años y los sueños de convertirme en una corresponsal de guerra se esfumaron. Cambié la alocada idea de irme al frente por un trabajo seguro detrás de bastidores como editora de una agencia internacional de noticias. Por mis manos pasaron innumerables cables de noticias provenientes directamente del frente de batalla, de atentados terroristas, de accidentes aéreos. Corregía errores ortográficos, estandarizaba textos para adecuarlos al estilo de la agencia, afinaba imprecisiones, cambiaba fechas, confirmaba fuentes, pero nunca dudé de la honestidad de los periodistas que enviaban sus despachos desde las distintas corresponsalías que la agencia tenía alrededor del mundo.
Me reía a carcajadas de las teorías de conspiración formuladas por antiguos profesores como Eleazar Díaz Rangel sobre los intereses de los grandes medios en tergiversar la información a favor de los grandes capitales. Yo trabajé en Reuters durante unos siete años y nunca recibí una orden de ocultar una noticia. Ciertamente existían criterios para jerarquizar la informaciones pero recuerdo que la presión provenía más bien de los usuarios del servicio que de los altos mandos de la compañía.
Entonces me topo con Kapuscinski non-fiction, una biografía del célebre periodista polaco escrita por su colega y amigo Artur Domoslawski, y comencé a dudar. Lo primero que pensé al leer las primeras páginas del libro de 628 páginas fue el trillado dicho “Si así son los amigos, para qué quiero enemigos”.
En su exhaustiva investigación, Domoslawski se dedicó sistemáticamente a desmontar el mito de Kapuscinski como el mejor periodista del siglo XX. “Lo primero que llama la atención es la sonrisa. Está en todas partes. Siempre. Como si este rostro nunca estuviera triste, preocupado, furioso”, leen las primeras líneas del libro, en un primer intento de poner en tela de juicio la honestidad Kapuscinski . Luego desmiente los traumáticos relatos de la infancia de Rysiek durante la Segunda Guerra Mundial, la veracidad de sus escritos sobre África y América Latina, y lo pinta como un personaje adulador que logró viajar por el mundo a costa de las influencias que tenía con el Comité Central del partido comunista polaco.
Domoslawski realizó cientos de entrevistas en los países donde trabajó el polémico autor. Refuta que hubiese conocido al Ché Guevara, al líder congolés Lubumba y al presidente chileno Salvador Allende, como afirman varias biografías. También lo señala como un colaborador del servicio secreto polaco. El corazón se me arruga ante las evidencias presentadas por este otro periodista que una vez fue confidente de Kapuscinski y ahora parece haberse convertido en su verdugo.
Estoy segura que un hombre que pasa años viviendo en países marcados por la pobreza y las guerras civiles para contar su historia tiene que ser pasional y complejo. Eso no excusa presentar situaciones inventadas como hechos, pero nos anima a intentar dar otra lectura a sus actuaciones. En la presentación del libro Los cinco sentidos del periodista, que aparece en la página web de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano, elogian a Kapuscinski. “La sabiduría y la experiencia de este reportero de guerra están reforzados por su sensibilidad. Expone con sencillez una visión de la situación actual del periodismo en el mundo globalizado. Muestra cómo el periodismo es un oficio especial, en donde la humanidad es lo más importante”.
Quizá por eso Kapuscinski desdeña el detalle. Nunca toma apuntes ni le interesan las entrevistas. . Deseaba impactar al lector con relatos impregnados de la emoción imperante en los acontecimientos. Quería tocar el corazón, no la mente del lector, y para lograrlo se valía de licencias narrativas que están vetadas en las prácticas periodísticas convencionales.
¿Acaso era posible que un lector polaco corroborara las informaciones de Kapuscinski sobre Angola en la Varsovia comunista de 1960? ¿Podía un neoyorquino refutar los relatos de Reed sobre una batalla en Rusia en 1917? Seguramente no. Reed y Kapuscinski tendrían que hacer un mayor esfuerzo al recopilar datos, al contrastar fuentes, pero pienso que su legado permanece intacto.
A los 41 no he perdido la fe en el periodismo. Hay profesionales intachables y piratas de toda índole, pero en líneas generales creo que se está haciendo un esfuerzo por hacer un trabajo digno. Han nacido medios digitales con plumas ágiles que plantean miradas diferentes a la de los medios tradicionales, mientras que la prensa tradicional intenta no perder el último vagón del tren con novedosas innovaciones en sus salas de redacción y en su manera de “empaquetar” los productos informativos.
Los periodistas del siglo XXI tenemos el desafío de mantenernos vigentes ante las aplastantes realidades transmitidas en tiempo real por las redes sociales. Nuestra labor siempre ha ido mucho más allá de retransmitir información. A nosotros nos toca dar una segunda mirada para ofrecer el contexto. Lo subjetivo ahora debe tomar la palabra.