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Cada vez que voto siento unas irresistibles ganas de llorar. Trago grueso para que las lágrimas no me nublen la visión. Repaso mentalmente una y otra vez los candidatos antes de tomar la decisión que siempre apunta hacia el que considero menos malo. Luego regreso a mi casa con un vacío en el estómago que identifico como una mezcla de miedo con desesperanza.
Atrás quedaron las épocas en que las elecciones eran sinónimo de fiesta. Cuando era niña me encantaba subirme junto a mis hermanos al Volskwagen celeste de mi tía Carmen para compartir la euforia de las caravanas que atravesaban Caracas de punta a punta. En el piso del carro teníamos bolsas de basura blancas, verdes y naranjas y las sacábamos dependiendo del partido que convocara la concentración.
La rochela electoral se convertía en un asunto serio al llegar a casa. Papá hablaba sobre política con solemnidad. Aclaraba que era libre de elegir al candidato de su preferencia porque no perdería su cargo si el resultado era adverso al grupo de turno. «Los petroleros trabajamos para el Estado, no para el gobierno», aseguraba con ingenuidad.
El día de las elecciones acompañábamos en la mañana a mamá y papá a votar y al caer la tarde volvíamos al centro electoral para participar en los escrutinios. Pensaba que yo jamás podría dar con el número correcto de votos si fuera mi responsabilidad contar todas esas tarjetas que sacaban de las urnas de cartón. Era uno de esos raros días en que la rutina del domingo se rompía y esperábamos hasta tarde los resultados.
Al volver a casa, lamentaba vivir en Valencia, lejos de mi tía. Imaginaba el bullicio en las calles caraqueñas, el corneteo por el triunfo del candidato más popular. Papá no participaba en la algarabía aunque se sentía satisfecho por haber cumplido lo que consideraba su deber ciudadano.
Cuando me tocó votar por primera vez en 1988, la emoción infantil por los comicios había desaparecido. Sentía desconfianza del sistema y de sus abanderados. Fue papá el que me sacó del sillón poco antes del cierre de las mesas y me llevó casi obligada a votar. Ya las caravanas de los adecos celebraban el segundo triunfo presidencial de Carlos Andrés, cuando me estrené como votante. Nunca he votado por un candidato presidencial que resultara ganador.
Otro drama que me persigue desde los 18 es que soy una llorona electoral. Mi gente no me conoce como una mujer que lagrimea a las primeras de cambio en las despedidas, las películas o los 31 de diciembre. Pero el momento del sufragio me sacude por dentro. Las ganas de llorar persisten por unos días después de los comicios, mientras los ganadores celebran.
En pocas horas me tocará enjugar mis lagrimitas otra vez. Es uno de los pocos momentos en la vida en que me permito entregarme al romanticismo de soñar con un país mejor. Quizá mi participación de mañana ayude a que mis hijas puedan votar libremente cuando les toque su momento. Sé que la cosa está cuesta arriba. Pero es un acto de fe.
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