Cuando era niña le tenía miedo a las muñecas. Fantasiaba que las amaría tanto que se volverían de carne y hueso como le pasó a Pinoccio y tendría que cuidarlas para siempre. Crecí prefiriendo la compañía de los adultos y aunque la necesidad de independizarme y tener una pareja llegó muy pronto a mi vida, eso no incluía planes de tener hijos. Pasaron muchos años antes de que ese reloj biológico se activara en mi cuerpo.

De pronto me desperté con una fuerte necesidad de trascender, de concebir una nueva vida. A los 40 años, mis días comienzan y terminan con la titánica tarea de criar a mis dos bebés. Claudia, de dos años y medio, y Sofía, de cuatro meses.

Mis emociones pasan de la dicha más profunda al desespero; del orgullo a la decepción; de la alegría a la rabia. Los instantes de reflexión emergen entre horas de ingratas tareas domésticas que no tienen fin. Hace unos años me sorprendía con el comentario de una amiga y colega que dice sin tapujos que ella adora a sus hijos pero que a veces le provoca regalárselos al vecino. Hoy comparto ese pensamiento. No concibo la vida sin mis hijas, pero cuando el caos me arropa quisiera apretar “pausa” a esta acelerada película para respirar.

A veces pienso que si hubiese jugado a muñecas, me desenvolvería mejor como madre. Pasé mi infancia montando bicicleta y mi juventud viajando, trabajando y leyendo. Hoy no sé forrar un cuaderno, ni bordar un vestido, ni preparar una sabrosa natilla como mi mamá y mi abuela. Sólo sé quererlas mucho y velar sus sueños. Espero que eso sea suficiente.