La xenofobia en el mundo está a flor de piel. Había intentado no darme por enterada del asunto aunque a mí alrededor he escuchado comentarios y visto actitudes con una hostilidad velada o abierta hacia los extranjeros.
Uno de los motivos de mi aparente indiferencia era de mera supervivencia. No deseaba ponerme a la defensiva todas las veces del día en que escuchaba a una cajera de un supermercado, a un policía, o algún interlocutor expresarse con recelo de los que no somos panameños.
Como inmigrante he practicado una especie de credo personal en el que intento no juzgar a las personas por su nacionalidad. A mis amigos no los escojo por el lugar donde nacieron o crecieron, sino porque me gustan y tenemos valores afines. Intento cumplir las leyes al pie de la letra, intento no opinar de política o sobre temas sensibles que involucran la identidad de mis huéspedes. Estoy clara en que me asiste un derecho humano fundamental a la libertad de expresión pero prefería no abrir mi bocota para no meterme en problemas.
Aplaudo que mis hijas se integren completamente a la cultura local y me parece absolutamente normal que algún día ellas apenas recuerden su país de origen y quieran con locura el lugar donde se hicieron mujeres.
Pero esta mañana sentí en carne propia lo tóxico que es la xenofobia para el alma de todos los involucrados. Las ofensas toman otro matiz cuando el motivo del ataque es el prejuicio y el odio hacia tu nacionalidad. Allí lo que hay no es rechazo sino odio. Y cuando se odia no hay espacio para nada más.
La ofensa
Lo grave y lo triste de la xenofobia es que emerge en los lugares menos pensados. Mi desagradable incidente ocurrió este domingo en la mañana en la sala Anayansi del Centro de Convenciones Atlapa de Panamá, a donde fui con mis dos hijas pequeñas a ver un espectáculo musical infantil.
Al llegar, una joven muy educada y vestida con un traje oscuro tomó mis tres boletos y nos acompañó hasta nuestros asientos. Eran el 151, 152 y 153 de la fila X, en el sector que ellos denominan luneta 3. Para los que no conocen el teatro es el grupo de filas más alejado del escenario que se encuentra en el patio central.
Mi hija de 5 años me apretaba el brazo y me decía que no podía aguantar la emoción cuando apagaron las luces. Calculo que apenas un tercio de las sillas estaban ocupadas al inicio de la función. Entonces las jóvenes trajeadas de negro, que son las personas autorizadas para cuidar del orden y el protocolo de la sala, pidieron a todos los que estábamos sentados en el fondo que podíamos ocupar cualquier asiento disponible en el teatro.
Las mamás y las niñas corrieron en estampida a buscar una mejor ubicación. Yo lo dudé por un segundo porque nunca me ha gustado trasgredir ese tipo de normas. Simplemente no me siento cómoda. Pero ante la reacción general, tomé a mis hijas por las manos y nos mudamos a unos puestos vacíos a pocas filas de la tarima.
Acto seguido escuché a una mujer en la fila de atrás decirle a una amiga: “¡Esas seguro que son venezolanas!”
Quizás en otra circunstancia me hubiera quedado callada, pero sentí mucha rabia cuando vi que mis hijas me miraron con una carita de preocupación. La emoción por el inicio del espectáculo se esfumó y comenzó la batalla.
“Soy venezolana y no me estoy sentando aquí por viva sino porque nos dijeron que podíamos hacerlo”, respondí.
En ese momento me hervía la sangre por la alusión pero podía comprender la molestia de la mujer. Los asistentes de las primeras filas pagaron boletos de $60 dólares, unos $20 más de lo que costaron los tickets de las filas más retiradas. Entiendo que a los de las primeras filas no les parezca justo que repentinamente la zona VIP se llene de gente que no pagó por ese privilegio.
La mujer no se calmó con los trucos del mago que iniciaba el show. Insistía en que “tuviéramos la decencia de levantarnos del lugar porque su hija no veía y nosotros no habíamos pagado por esas butacas”. Se paró y se fue a discutir con las muchachas que autorizaron el cambio de puestos.
Total que apareció una supervisora de la sala y nos pidió que nos retiráramos hacia atrás. Debo aclarar que no me lo pidió solo a mí sino los que se habían sentado cerca de la mujer que armó el escándalo. Cuando me paré con mis hijas para sentarme nuevamente en las filas de atrás volví ver a la mujer beligerante. Es terrible sentir el odio en la mirada de un ser humano, en este caso de una madre que acompañaba a su hija a un espectáculo infantil. Pero lo peor fue haberla mirado con el mismo odio, con el mismo desdén, con las mismas ganas de no compartir el mismo espacio, ni respirar el mismo aire. Esa es la hiel que destila la xenofobia. Todo lo pudre, todo lo envenena.
Nunca supe cómo fueron los trucos del mago porque no vi ni uno. Luego no pude contener las lágrimas cuando se apagaron las luces y comenzó a sonar la música que tanto emocionó a mis chiquitas. Afortunadamente ellas disfrutaron y vieron el incidente como una simple confusión de puestos.
Pero allí no hubo confusión. Fue una muestra clara y abierta de xenofobia. A la mujer xenófoba no se le ocurrió pensar que en Atlapa siempre se arma un jaleo con los puestos, ni se abstuvo de sacar su cámara y tomar fotos cuando comenzó el espectáculo aunque repitieron varias veces que estaba terminantemente prohibido. Cuando hay bajeza y mezquindad la culpa siempre la tiene el otro. Los extranjeros cargamos con las culpas propias y las ajenas, aquí y en cualquier parte del mundo.
Así que decidí que no me callo más las agresiones y el menosprecio, directo o indirecto, entre personas de distintas nacionalidades porque nos está haciendo mucho daño y tenemos que parar en seco un clima de hostilidad mundial que nos está quitando la humanidad. No me voy a calar a los venezolanos que se pasan el día criticando a los panameños sin ninguna intención de integrarse, pero no me quedaré callada ante situaciones como las que viví hoy.
Yo no quiero ser maltratada por ser venezolana, ni por ser mujer, ni por ser periodista. Ni mucho menos quiero maltratar a nadie por ser quien es. Es muy fácil decirlo, pero parece que el universo conspira por enfrentarnos. Si caemos en esa trampa, perdemos todos.