Leonardo era un muchachito espigado, de cabello oscuro, que emulaba al Zorro con una espada imaginaria en el patio de mi preescolar. O al menos ese es el recuerdo borroso que tengo del primer niño que hizo latir rápido mi corazón hace más de 40 años.
Yo tenía unos 4 o 5 años. Creo que jamás notó mi presencia y seguro que nunca nos hablamos, pero me encantaba.
Esa es mi memoria más remota sobre mi identidad de género: me reconocía como una niña y también sabía que me gustaban los varones. Pero eso lo sé ahora porque durante mi infancia y mi adolescencia mis padres nunca me hablaron de sexo.
Todavía jugaba con peluches y paseaba en bicicleta por mi vecindario cuando me sorprendió mi primera menstruación una semana antes de cumplir 10 años. Pensé que me pasaba algo grave cuando desperté mojada con una sustancia pegajosa, después de pasar la noche sudando frío con unos terribles retortijones en las tripas. Mi malestar se transformó en desespero cuando fui al baño y vi mi ropa interior chorreada de sangre.
Sentí mucho miedo y salí corriendo a llamar a mi mamá. Pero el acontecimiento la agarró completamente desprevenida y en lugar de calmarme y explicarme lo que me sucedía, me abrazó fuerte y también se lanzó a llorar.
Luego de la conmoción inicial, mi mamá se calmó y me explicó que me había convertido en una “señorita”. Me ayudó a bañarme, buscó la toalla sanitaria más grande de este mundo y salí caminando como un pingüino, con la sensación de tener metida una almohada entre las piernas.
A los 10 años veía muy pocas ventajas de convertirme en mujer. No entendía por qué me dolían tanto los pezones, que de paso ya no podía disimular porque coronaban unos senos que crecían como naranjas. Odiaba los vellitos que poblaron mis axilas y mi pubis y que no me atrevía a eliminar por temor a cortarme con la afeitadora de papá. Me aterraba la idea de manchar la falda del colegio y quedar en evidencia delante de todo el salón. Detestaba los agobiantes dolores de vientre y luego faltar unos días a mis prácticas de natación porque ignoraba la existencia del tampón. Y ni les cuento la rabieta que agarraba cuando mi hermano mayor me estiraba la liga del brassier para usarla como una honda sobre mi espalda.
Mi mamá siempre estuvo pendiente de mí. Me compró tres sostencitos blancos que usaba como una penitencia. Me enseñó a rasurarme y a usar desodorante. Lavaba mi ropa interior de tal manera que nunca quedaba ni un atisbo de mancha. Y censuraba con vehemencia las burlas de mi hermano.
Pero de sexo nunca hablamos. No le pregunté el motivo de tantos cambios y ella tampoco me los explicó. Y no la culpo porque seguramente no sabía cómo hacerlo.
A los 13 años ya había completado mi desarrollo físico y las hormonas parecían miles de hormigas que correteaban dentro de mi cuerpo. Sin darme cuenta dejé de ser la niña desaliñada que nunca le gustaron las muñecas y me convertí en una adolescente coqueta que se pintaba las uñas y soñaba con salir a bailar a una fiesta.
Sobre sexo aprendí de las telenovelas, de las conversaciones con las amigas y de mis propias experiencias.
Y no tengo arrepentimientos. Pero hubiera sido genial si en la escuela hubiéramos discutido de manera supervisada sobre los cambios que nuestros cuerpos, sobre las verdades y los mitos de la menstruación, del embarazo, de la virginidad. Hubiera sido bueno escuchar a un adulto explicar las consecuencias del sexo sin protección o cómo reaccionar al hostigamiento o los avances sexuales no deseados.
Hoy tengo dos niñas de 6 y 8 años a las que les respondo todo lo que desean saber sobre sexo. Ya superamos la etapa en la que preguntan de dónde vienen los bebés, por qué mamá tiene pelitos y yo no, por qué a papá le guinda eso entre las piernas y ahora vamos avanzando hacia interrogantes más complejas.
No evado mi responsabilidad de ser el pilar de la educación sexual de mis hijas pero estoy convencida de que la escuela y el estado también tienen que cumplir un papel importante en esa formación, que va mucho más allá de explicar el coito y que tiene mucho más que ver con la formación de su identidad, de su autoestima, de su responsabilidad personal y de su capacidad de decidir cuando no están mamá y papá.
En Panamá, 4.880 adolescentes entre los 10 y los 19 años quedaron embarazadas en los primeros 5 meses del 2016, según el Ministerio de Salud pero hay quienes se oponen a un proyecto de ley que propone políticas de salud sexual y reproductiva. También se oponen a unas guías de educación sexual dirigidas a maestros y estudiantes de primaria y secundaria, argumentando que son documentos importados que atentan contra la moral y la inocencia de los niños.
Me pregunto qué piensa hacer la sociedad panameña para evitar que 40 niñas se embaracen diariamente en un país que no llega a 4 millones de habitantes o para impedir que el SIDA sea la tercera causa de muerte de la población entre 19 y 24 años si no poseen un marco legislativo y educativo que afronte la situación como un problema de salud pública.
Hace unos días una jovencita con uniforme escolar de unos 11 años se montó en un autobús y saludó cariñosamente al conductor, quien rápidamente le cedió el volante a un ayudante y se fue a sentar a la última fila para sobar y besuquear a la muchachita, todo ante el silencio y complicidad de los pasajeros adultos que veían la escena. El incidente, relatado por una persona que iba en el colectivo, muestra la doble moral reinante en nuestras sociedades.
Otra gran hipocresía es la exclusión de las jóvenes embarazadas de los colegios, como si tuvieran una enfermedad infecciosa, mientras que la pareja sexual de la niña se lava las manos como si la hubiera preñado el Espíritu Santo. Los colegios están muy preocupados por guardar sus apariencias pero al negar la educación condenan a esa madre adolescente y a su hijo a la pobreza.
Mi deseo es preparar a mis hijas desde ahora para lo inevitable: dejarán de ser niñas y vivirán muchos cambios antes de transformarse completamente en mujeres. Y desearía que afronten las metamorfosis bien informadas, con la educación que les doy en casa y con todo lo que puedan aprender en el colegio. Porque estoy clara que internet y los amigos serán una fuente de información no siempre creíble pero constante en asuntos de sexualidad.
El hecho de que los panameños estén en las calles discutiendo el tema es un paso positivo. Unos están a favor y otros en contra. Pero hay movimiento. Yo creo que la educación sexual es una responsabilidad compartida entre las familias y el estado que no podemos postergar en ninguna parte del mundo.
No estoy dispuesta a criar a mis hijas con los mismos tabúes con los que crecimos mis abuelos, mis padres, mi esposo y yo en pleno siglo XXI. Ellas merecen mucho más.