Hoy me desperté con un terrible dolor de cabeza. Cuando caminaba hacia el baño también sentí molestia en mis muñecas y fue allí cuando recordé la pesadilla de la que acababa de escapar.
Estaba cubriendo una movilización militar. Los soldados corrían calle abajo mientras esquivaban balas y respondían con sus fusiles. Yo miraba desde un edificio pero de pronto estaba en plena calle, en medio de la balacera. Me metí como pude dentro de un automóvil que estaba estacionado frente a mí y me acosté boca arriba en el asiento trasero para no perder detalle de lo que pasaba mientras esperaba la tregua.
Al levantar la mirada vi que se acercaba un militar de alto rango que parecía blindado porque los tiros rebotaban en su cuerpo.
Era Diosdado Cabello. Me clavó la mirada mientras reía con sorna y me preguntó: – ¿A qué grupo perteneces? Y estiró la mano para mostrarme un manojo de carnets de identidad. Había uno de PDVSA, uno de Venezolana de Televisión, otro de Acción Democrática.
Le dije que yo estaba allí trabajando, que no pertenecía a ningún partido ni institución pública y que solo era miembro del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa. Le dije que mi misión allí era registrar lo sucedido.
El me respondió que él también estaba allí para hacer su trabajo y le espeté: -¿El trabajo de destruir por completo a mi país?
Me agarró duro por la muñeca, me sacó del carro a la fuerza y me esposó. Luego me llevó al periódico donde trabaja, un edificio muy limpio y vacío. Sólo quedaban dos secretarias que envolvían las computadoras y las cámaras en envoplast, como las mamás que envuelven las sobras del almuerzo para conservarlas bien en la nevera.
Solo les pude decir que me habían agarrado. Que no sabía que ocurriría con mi vida y o si algún día volvería a verlas.
Y así fue como me desperté aturdida por la pesadilla de soñar con Diosdado.
El subdictador venezolano, Diosdado Cabello, arremete burdamente contra la monarquía española usando un tuit en el que se le atribuye a la ministra de Exteriores una oposición frontal al show electoral que hay montado en Venezuela. pic.twitter.com/4dqYzNTh39
Me tomé un ibuprofeno, me lavé la cara y seguí con mi vida en este día lluvioso de Madrid, a 7 mil kilómetros del capitán que se unió en 1992 al fallido golpe de estado organizado por Hugo Chávez Frías, que ha transitado por los cargos más importantes de la cúpula de la revolución bolivariana y que en la actualidad es el segundo hombre más poderoso del país aunque encuentra solicitado por la DEA por cargos de narcoterrorismo.
Imagino que soñé que estaba blindado contra las balas porque reapareció reluciente a la vida pública después de haber estado internado durante meses con coronavirus.
A las pocas horas leo que el SNTP, ese sindicato que sigue dando la cara por todos los periodistas venezolanos y al que en la vida real no pertenezco, denuncia el allanamiento de las instalaciones del Correo del Caroní, uno de los diarios independientes que ha subsistido a la asfixia económica y que no ha sido silenciado por la dictadura.
Caigo en cuenta que mi pesadilla es una posibilidad muy real para mis amigos que siguen trabajando en Venezuela a pesar de todas las adversidades.
Trabajan a la espera de que los servicios de inteligencia toquen a sus puertas sin que tengan oportunidad alguna de escapar, como yo, de ese mal sueño.
#AlertaSNTP | Comisión del Sebin permanece en la sede del Correo del Caroní, en #PuertoOrdaz.
No se permite el ingreso del abogado y a quienes están dentro se les impide el uso del teléfono. #20Octpic.twitter.com/C60IRZZS3N
Ayer las redes sociales me recordaron que se celebraba el Día Mundial de la Narcolepsia. Y me gustó que los propulsores de la campaña le dieran un toque festivo al 22 de septiembre al usar la palabra «celebrar» y no «conmemorar», como ocurre con las efemérides lúgubres.
Me enterneció ver niños y jóvenes que publicando su fotografía en Instagram, diciendo en voz alta: “Estoy cansado pero soy fuerte”, “Estar adormecido no es sinónimo de flojera”, “No estamos solos”, “No dejes de soñar”. Y con sus sonrisas, mostraron la cara luminosa de todos los que sufrimos esta enfermedad crónica. Más allá de nuestra lucha diaria por vencer el sueño, el cansancio, la irritabilidad, está un deseo inmenso por aferrarnos a la vida y de exprimir cada minuto de lucidez.
Así que, sin recordarlo, ayer también fue mi día porquesoy narcoléptica. Y lo digo con orgullo porque ya no me avergüenzo ni lo llevo como una cruz. Uno de los mensajes que más me resonó fue el de una mujer que dijo que compartía su historia porque era importante estar representados, que el mundo supiera que existimos. Es necesario dejar de ser invisibles para que millones de narcolépticos sin diagnóstico logren vivir con bienestar.
La narcolepsia es una enfermedad neurológica crónica que tiene su lado cruel. Pero si le quitamos el dramatismo y la victimización, es simplemente una condición que me ha permitido colorear mi vida con matices que no hubiera percibido si mi cerebro funcionara dentro de lo que los médicos consideran un parámetro normal.
La buena noticia es que la narcolepsia no ha sido una enfermedad progresiva para mi. Nací sin saber que la tenía. Fui una niña risueña e activa hasta que poco antes de la adolescencia. Los síntomas aparecieron muy lentamente entre los 11 y los veintipico. Y a los 27 fui diagnosticada con pruebas clínicas y genéticas. Por unos 7 años caí en la bruma del cansancio extremo, de la pesadez, del ensueño, de las pesadillas, de las alucinaciones que coqueteaban con la locura. Mucho de lo que había construido hasta entonces (una vida independiente, una carrera exitosa) se esfumó entre mis sueños.
Mi fortuna fue tener unos poderosos vínculos que no permitieron que me hundiera para siempre en la autocompasión. Hablo de mi familia y de mis amigos. Hace poco veía la escena de una serie ficción en la que la protagonista realiza una caminata espacial y queda extasiada con el cosmos. La tentación de flotar hasta el deliro es enorme. Pero el cordón umbilical que te mantiene conectado a la nave que te regresará a tu planeta y a tus afectos es tan poderoso que te conformas por un instante con la vista del universo y luego emprendes el camino de regreso hasta tu origen.
Así lo hice y a los 50 años no tengo tiempo que perder. Cada día soy mamá de dos, jardinera, periodista, chofer, cocinera, ama de llaves, amiga, esposa.
Ayer me desperté a las 7:00 a.m. y a las 9:00 p.m. seguía tecleando. Me faltó caminar al menos seis kilómetros al aire libre para sentirme completamente en equilibrio. Reconozco aunque no esté adormecida sigo luchando con la narcolepsia. Con la desaparición de la somnolencia apareció la dificultad para dormir de noche. Porque lo que tenemos averiado es el sistema cerebral que regula los ciclos del dormir y el despertar. Lo asumo como otro desafío, que es menos complejo porque con los años he aprendido a conocer y controlar mi cuerpo.
Pero no hay dos narcolépticos iguales, así como tampoco existen certezas de cómo será nuestra vida en 5, 10 o 15 años. Confío en que la medicina avance y tengamos mejores tratamientos. Quizá, algún día, podamos detectar la narcolepsia antes de que aparezcan los síntomas para prevenirla.
Ya no padezco de una hipersomnia severa que me hacía roncar en cualquier parte como cuando tenía 30, ni colapso a diario con cataplexia, ni me atormentan las parálisis del sueño. Lo que sí lamento son las ocasiones en que mis hijas me cuentan sus anécdotas y yo preferiría estar durmiendo. Cuando pego un brinco y grito con los ruidos. Cuando mi cerebro se pone en automático y no tengo sonrisas ni palabras de aliento para nadie.
Mis hijas me preguntan cuándo fue la última vez que me reí a carcajadas y no lo recuerdo. He aprendido a controlar mis emociones y contener las risas para no desvanecer.
A los amigos y familiares les digo que no malinterpreten mis ausencias. Cuando no salgo a una fiesta, cuando no voy a un paseo, cuando no atiendo el teléfono no se trata de flojera ni desinterés. A veces necesito de largos silencios para recomponerse, necesito calma para encontrarme. Paradójicamente, para convivir con otros necesito momentos de soledad.
Y a los que no me conocen y se preguntan de qué se trata toda esta historia, comparto el material informativo en español que preparó Sleep Project sobre esta particular condición que me hace irritable, nerviosa, aprehensiva, emotiva, imaginativa, soñadora y un poquito desquiciada.
Son las seis de la tarde de un día cualquiera de la cuarentena. Mi hija mayor se ríe y mueve la cabeza con la mirada perdida en una pared en la que refleja sus fantasías, mientras tararea una canción que escucha a solas con su móvil destartalado y sus auriculares rosados.
Mi hija pequeña colorea un rato en su escritorio, se levanta para inventar coreografías al ritmo de alguna banda de moda y luego se queda inmóvil frente a la tele, enredada en las historias de las series infantiles.
Mi marido se pone al día con películas galardonadas que no tuvo tiempo de ver o con clásicos del cine que marcaron su juventud y que ahora han sido resucitados por las plataformas de streaming.
Yo leo y escribo en la mesa del comedor. A veces produzco y consumo noticias. Y a ratos escapo de este mundo y me zambullo en el de la prosa y la poesía.
La música, el cine, la literatura, la pintura, el baile nos transporta mucho más allá de esta esquina desolada del norte de Madrid donde nos agarró la pandemia. Marzo y abril han sido llevaderos gracias al arte.
El antídoto del siglo XX
La reflexión sobre la importancia del arte en la vida del hombre no es nada nueva. Nunca fue más cierta la manoseada frase del dramaturgo irlandés George Bernard Shaw: “Sin arte, la crudeza de la realidad sería insoportable”.
Shaw nació en Dublín en 1856, en un país devastado por una hambruna que mató a un millón de personas y obligó a otro millón a migrar para sobrevivir desde un país paupérrimo de ocho millones de habitantes. El autor emigro como otros tantos irlandeses y desarrolló su prolífica carrera en un planeta convulso que atravesó dos guerra mundiales.
La experimentación, el rompimiento con las reglas para expresar la dureza y la complejidad de un mundo cada vez más atemorizante fue una constante en todas las expresiones de las bellas artes de la primera mitad del siglo XX. Pablo Picasso, Jackson Pollock, Salvador Dali, Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Federico García Lorca, Franz Kafka fueron algunos de los exponentes artísticos de esa época.
La nueva resistencia
La conmoción causada por el virus que paralizó al mundo y ha matado a 115 mil personas en tres meses ha sido tolerable gracias el alivio emocional que proporciona el arte.
Aunque aún es pronto para pronosticar los rumbos que tomará el arte cuando la ciencia venza al Covid-19, los artistas han reaccionado de forma inmediata para acompañar al público y defender sus modos de vida.
Eso no impidió que los tenores cantaran a sus vecinos. Esa solidaridad fue seguida por los conciertos en línea de cantantes populares. Los museos, las bibliotecas, las orquestas liberaron las restricciones para acceder a sus contenidos virtuales.
El domingo de Pascua, Andrea Bocelli ofreció un concierto de música religiosa frente a la plaza vacía de la Catedral de Milán para enviar un mensaje de esperanza a los italianos tan vapuleados por el virus que se cebó en sus ancianos.
La Orquesta Sinfónica de Miami ofreció un concierto por las redes sociales en el que los músicos siguieron desde sus casas la batuta del director Eduardo Marturet .
La CULTURA está con nosotrxs todos los días. Miles de familias trabajan en ella todos los días. Miles de personas que necesitan garantías para seguir haciendo lo que siempre han hecho. Existimos, estamos aquí y queremos seguir estando.
La CULTURA está con nosotrxs todos los días. Miles de familias trabajan en ella todos los días. Miles de personas que necesitan garantías para seguir haciendo lo que siempre han hecho. Existimos, estamos aquí y queremos seguir estando. pic.twitter.com/4zryMzDZli
¿Ante una circunstancia tan extraordinaria y desgarradora como la pandemia del coronavirus COVID-19 es correcto celebrar con los niños dentro de casa?, me pregunté el viernes en la noche cuando improvisamos una fiesta.
Luego de pasar 17 días en casa, Los rostros de mis hijas no reflejaban la habitual energía anticipatoria del fin de semana. Así que después de cenar las animé a festejar.
Lo primero que me vino a la cabeza cuando comenzamos a brincar como locos fue la película La Vida Es Bella del cineasta italiano Roberto Begnini, en la que un padre judío crea un mundo fantástico para que su hijo sobreviva los horrores de un campo de concentración nazi.
No quiero decir con esto que mi familia está sufriendo las penurias a las que fueron sometidos los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Me refiero a mi necesidad de proteger emocionalmente a mis hijas de una situación de tal gravedad que las autoridades han reconocido que sólo “habíamos visto en los libros de historia”.
En esa época aún atravesaba una larga convalecencia que me impedía leer libros completos sin dormirme. Por más que intentaba leer más de cinco páginas seguidas, terminaba bostezando aletargada por una enfermedad que padecía desde hace 10 años.
Un día me di cuenta que la luz del ordenador me mantenía más tiempo alerta y comencé a consumir textos cortos publicados por blogueros que conseguía al alzar por internet.
Así me topé con esa chica que expresaba sin tapujos sus pensamientos más íntimos en un blog que inicialmente llamó Zaperoconakistico.
El blog Zaperoconakistico fue precursor de El Zaperoco de Naky. (Captura de pantalla)
Me enganché con sus historias cotidianas, con su mirada aguda sobre la vida en Caracas, la ciudad en la que nací y donde siempre me he sentido una extraña, pero que ella transitaba con total naturalidad.
Aún recuerdo tres posts con los que reí, lloré y reflexioné sobre mi somnolencia y mi necesidad de volver a escribir. En una se lanzaba como Miss Bloguera o Miss Internet en una clara sorna al empeño de los venezolanos a celebrar concursos de belleza.
Me divertí con ese acto de rebeldía de lanzarse como Miss. Me gustó la manera desenfadada con la que compitió con otras blogueras “mamirruquis” de aquellos tiempos.
La otra publicación que recuerdo fue un linchamiento en Palo Verde. Naky relató la conmoción que sintió al escuchar un zafarrancho entre los vecinos hasta que descubrió que Fuenteovejuna había matado a un bandido.
Y el último post que se me viene a la mente fue uno que publicó en medio de un viaje de trabajo, donde lamentaba tener un empleo que no amaba y que le restaba tiempo para escribir.
Desde entonces, Naky ha evolucionado como comunicadora. Las redes sociales se fortalecieron y la astuta bloguera se convirtió también en una certera twittera que no se ha quedado callada ante la dictadura que fue echando raíces en Venezuela.
Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para explicarle (muchas veces más) a mis vecinos ancianos que zarandear el router no ayuda a recuperar la conexión.
También me acostumbré a verle la cara junto a su pareja Luis Carlos Díaz en su Hangout Político, donde hablaron a los venezolanos sobre derechos humanos, torturas, elecciones, represión, manifestaciones y muchos temas candentes en la Venezuela revolucionaria.
Y como buena periodista migrante en la era Madurista, Naky me facilitaba la vida con su resumen diario de noticias que publicaba en sus redes sociales.
Naky era uno de los vínculos informativos sólidos que mantenía con Venezuela. En una época de persecución periodística y cierre de medios tradicionales, Naky era uno de mis referentes cuando necesitaba una mirada que me diera más elementos que otras versiones periodísticas más recatadas.
Hace unos meses le perdí el hilo a Naky porque mi adaptación a España requirió un necesario ejercicio de distanciamiento emocional e informativo de Venezuela. Leía sólo lo indispensable para mantenerme medianamente en sintonía con lo que ocurría en mi atropellado país.
Hasta que hoy la vi recuperándose de una enfermedad en una foto que publicó Luis Carlos en Instagram.
Mi cabeza se trasladó de inmediato a esos días tristes de 2006 cuando yo también recuperaba mi salud. Hasta he dudado de la existencia de esas publicaciones firmadas por Naky donde fue Miss, empleada insatisfecha y testigo de un crimen. Quizás lo soñé en uno de mis ataques de narcolepsia pero confío en que ella misma algún día me confirme o desmienta la veracidad de esos recuerdos.
No soy una mujer de fe para ofrecerle oraciones para su sanación. Tampoco estoy en una onda de enviar energías universales para fortalecer su sistema inmunológico.
Lo único en lo que realmente creo es en el poder de la palabra. Y por eso las uso hoy para cruzar el océano y llegar a esa ciudad donde ella aún vive.
Le escribo para decirle que la conozco aunque ella no me conoce a mí. Sus palabras encendieron mi cabeza en un momento de adormecimiento y me convencieron de que siempre es mejor escribir que permanecer en silencio.
Hoy le deseo que el cáncer que padece sea pronto un amargo recuerdo y le pido que siga escribiendo sus zaperocos con el mismo ímpetu y la misma vehemencia.
Leonardo era un muchachito espigado, de cabello oscuro, que emulaba al Zorro con una espada imaginaria en el patio de mi preescolar. O al menos ese es el recuerdo borroso que tengo del primer niño que hizo latir rápido mi corazón hace más de 40 años.
Yo tenía unos 4 o 5 años. Creo que jamás notó mi presencia y seguro que nunca nos hablamos, pero me encantaba.
Esa es mi memoria más remota sobre mi identidad de género: me reconocía como una niña y también sabía que me gustaban los varones. Pero eso lo sé ahora porque durante mi infancia y mi adolescencia mis padres nunca me hablaron de sexo.
Todavía jugaba con peluches y paseaba en bicicleta por mi vecindario cuando me sorprendió mi primera menstruación una semana antes de cumplir 10 años. Pensé que me pasaba algo grave cuando desperté mojada con una sustancia pegajosa, después de pasar la noche sudando frío con unos terribles retortijones en las tripas. Mi malestar se transformó en desespero cuando fui al baño y vi mi ropa interior chorreada de sangre.
Sentí mucho miedo y salí corriendo a llamar a mi mamá. Pero el acontecimiento la agarró completamente desprevenida y en lugar de calmarme y explicarme lo que me sucedía, me abrazó fuerte y también se lanzó a llorar.
Luego de la conmoción inicial, mi mamá se calmó y me explicó que me había convertido en una “señorita”. Me ayudó a bañarme, buscó la toalla sanitaria más grande de este mundo y salí caminando como un pingüino, con la sensación de tener metida una almohada entre las piernas.
A los 10 años veía muy pocas ventajas de convertirme en mujer. No entendía por qué me dolían tanto los pezones, que de paso ya no podía disimular porque coronaban unos senos que crecían como naranjas. Odiaba los vellitos que poblaron mis axilas y mi pubis y que no me atrevía a eliminar por temor a cortarme con la afeitadora de papá. Me aterraba la idea de manchar la falda del colegio y quedar en evidencia delante de todo el salón. Detestaba los agobiantes dolores de vientre y luego faltar unos días a mis prácticas de natación porque ignoraba la existencia del tampón. Y ni les cuento la rabieta que agarraba cuando mi hermano mayor me estiraba la liga del brassier para usarla como una honda sobre mi espalda.
Mi mamá siempre estuvo pendiente de mí. Me compró tres sostencitos blancos que usaba como una penitencia. Me enseñó a rasurarme y a usar desodorante. Lavaba mi ropa interior de tal manera que nunca quedaba ni un atisbo de mancha. Y censuraba con vehemencia las burlas de mi hermano.
Pero de sexo nunca hablamos. No le pregunté el motivo de tantos cambios y ella tampoco me los explicó. Y no la culpo porque seguramente no sabía cómo hacerlo.
A los 13 años ya había completado mi desarrollo físico y las hormonas parecían miles de hormigas que correteaban dentro de mi cuerpo. Sin darme cuenta dejé de ser la niña desaliñada que nunca le gustaron las muñecas y me convertí en una adolescente coqueta que se pintaba las uñas y soñaba con salir a bailar a una fiesta.
Sobre sexo aprendí de las telenovelas, de las conversaciones con las amigas y de mis propias experiencias.
Y no tengo arrepentimientos. Pero hubiera sido genial si en la escuela hubiéramos discutido de manera supervisada sobre los cambios que nuestros cuerpos, sobre las verdades y los mitos de la menstruación, del embarazo, de la virginidad. Hubiera sido bueno escuchar a un adulto explicar las consecuencias del sexo sin protección o cómo reaccionar al hostigamiento o los avances sexuales no deseados.
Hoy tengo dos niñas de 6 y 8 años a las que les respondo todo lo que desean saber sobre sexo. Ya superamos la etapa en la que preguntan de dónde vienen los bebés, por qué mamá tiene pelitos y yo no, por qué a papá le guinda eso entre las piernas y ahora vamos avanzando hacia interrogantes más complejas.
No evado mi responsabilidad de ser el pilar de la educación sexual de mis hijas pero estoy convencida de que la escuela y el estado también tienen que cumplir un papel importante en esa formación, que va mucho más allá de explicar el coito y que tiene mucho más que ver con la formación de su identidad, de su autoestima, de su responsabilidad personal y de su capacidad de decidir cuando no están mamá y papá.
En Panamá, 4.880 adolescentes entre los 10 y los 19 años quedaron embarazadas en los primeros 5 meses del 2016, según el Ministerio de Salud pero hay quienes se oponen a un proyecto de ley que propone políticas de salud sexual y reproductiva. También se oponen a unas guías de educación sexual dirigidas a maestros y estudiantes de primaria y secundaria, argumentando que son documentos importados que atentan contra la moral y la inocencia de los niños.
Me pregunto qué piensa hacer la sociedad panameña para evitar que 40 niñas se embaracen diariamente en un país que no llega a 4 millones de habitantes o para impedir que el SIDA sea la tercera causa de muerte de la población entre 19 y 24 años si no poseen un marco legislativo y educativo que afronte la situación como un problema de salud pública.
Hace unos días una jovencita con uniforme escolar de unos 11 años se montó en un autobús y saludó cariñosamente al conductor, quien rápidamente le cedió el volante a un ayudante y se fue a sentar a la última fila para sobar y besuquear a la muchachita, todo ante el silencio y complicidad de los pasajeros adultos que veían la escena. El incidente, relatado por una persona que iba en el colectivo, muestra la doble moral reinante en nuestras sociedades.
Otra gran hipocresía es la exclusión de las jóvenes embarazadas de los colegios, como si tuvieran una enfermedad infecciosa, mientras que la pareja sexual de la niña se lava las manos como si la hubiera preñado el Espíritu Santo. Los colegios están muy preocupados por guardar sus apariencias pero al negar la educación condenan a esa madre adolescente y a su hijo a la pobreza.
Mi deseo es preparar a mis hijas desde ahora para lo inevitable: dejarán de ser niñas y vivirán muchos cambios antes de transformarse completamente en mujeres. Y desearía que afronten las metamorfosis bien informadas, con la educación que les doy en casa y con todo lo que puedan aprender en el colegio. Porque estoy clara que internet y los amigos serán una fuente de información no siempre creíble pero constante en asuntos de sexualidad.
El hecho de que los panameños estén en las calles discutiendo el tema es un paso positivo. Unos están a favor y otros en contra. Pero hay movimiento. Yo creo que la educación sexual es una responsabilidad compartida entre las familias y el estado que no podemos postergar en ninguna parte del mundo.
No estoy dispuesta a criar a mis hijas con los mismos tabúes con los que crecimos mis abuelos, mis padres, mi esposo y yo en pleno siglo XXI. Ellas merecen mucho más.