Notas sobre el verano panameño

Viví el verano panameño con testarudez. Y no podía ser de otra manera. El empecinamiento con que enfrento las adversidades de la vida se mantuvo incólume ante el sol omnipresente que desnudó los árboles y pintó de ocre los jardines de mi vecindario.

Mi duelo con el patio comenzó poco después de Navidad. Con la última gota de lluvia se marchó la vitalidad de los pinos y marañones que rodean mi casa y sus hojas fueron cayendo una a una sobre un pasto que primero perdió su verde intenso y luego  amenazó con convertirse en paja seca.

Salía con el alba rastrillo en mano y me esforzaba por librar al césped de la alfombra de restos vegetales que había dejado la noche. Pero la brisa era más fuerte que yo. Por cada hoja que recogía, otras diez caían al suelo sacudidas por el viento. Lo irónico es que sabía desde el comienzo que era una batalla perdida que no estaba dispuesta a abandonar.

Y así fue. Comenzaba y terminaba los días llenando bolsas enormes de hojas secas. Y al terminar, cambiaba el rastrillo por una manguera larga que garantizaba la supervivencia del verdor y de un pequeño huerto que me propuse levantar. Pasaba horas regando. Tempranito en la mañana y tarde en la noche intentaba hacerle una treta al sol a sabiendas de que me ganaría. Igual recogía las hojas y rociaba agua aunque al terminar tuviera que volver a empezar.

Al preguntarme por qué lo hacía,  llegué a pensar que era un llamado interior para imponer una primavera eterna en mi jardín, aunque la sequía y el calor se oponían. Los días transcurrían con victorias parciales entre el verano y yo hasta que llegó la lluvia para que hiciéramos las paces. Dos chaparrones hicieron lo que no logré en 4 meses con el pico nuevo de la manguera. Las hojas dejaron de caer y reapareció la hierba donde sólo quedaban raíces secas.

Esta semana  los árboles estrenaron follaje nuevo, los pericos festejaron enloquecidos en sus chácharas vespertinas, los ñeques se aventuraron a salir de expedición más allá de la reserva forestal  y las frutas que cuelgan de las plantas que me empeñé en mantener vivas casi terminan de crecer.

De mi combate con el verano me quedaron tomates, pimentones, auyamas, pepinos, maíz, perejil, rábanos y una piña que le entregué a la mamá de una querida amiga que me cedió este pedazo de paraíso.

Y en el pecho me quedó el arraigo, el equilibrio que me da la tierra, la conciencia de cuidar la semilla, el asombro de descubrir lo obvio y la testarudez suficiente para preparar de nuevo mis semilleros, comprar unas botas de lluvia y lanzarme sin titubeos a la lucha asimétrica que me darán los lodazales del invierno.

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