Ayer las redes sociales me recordaron que se celebraba el Día Mundial de la Narcolepsia. Y me gustó que los propulsores de la campaña le dieran un toque festivo al 22 de septiembre al usar la palabra «celebrar» y no «conmemorar», como ocurre con las efemérides lúgubres.
Me enterneció ver niños y jóvenes que publicando su fotografía en Instagram, diciendo en voz alta: “Estoy cansado pero soy fuerte”, “Estar adormecido no es sinónimo de flojera”, “No estamos solos”, “No dejes de soñar”. Y con sus sonrisas, mostraron la cara luminosa de todos los que sufrimos esta enfermedad crónica. Más allá de nuestra lucha diaria por vencer el sueño, el cansancio, la irritabilidad, está un deseo inmenso por aferrarnos a la vida y de exprimir cada minuto de lucidez.
Así que, sin recordarlo, ayer también fue mi día porque soy narcoléptica. Y lo digo con orgullo porque ya no me avergüenzo ni lo llevo como una cruz. Uno de los mensajes que más me resonó fue el de una mujer que dijo que compartía su historia porque era importante estar representados, que el mundo supiera que existimos. Es necesario dejar de ser invisibles para que millones de narcolépticos sin diagnóstico logren vivir con bienestar.
La narcolepsia es una enfermedad neurológica crónica que tiene su lado cruel. Pero si le quitamos el dramatismo y la victimización, es simplemente una condición que me ha permitido colorear mi vida con matices que no hubiera percibido si mi cerebro funcionara dentro de lo que los médicos consideran un parámetro normal.
La buena noticia es que la narcolepsia no ha sido una enfermedad progresiva para mi. Nací sin saber que la tenía. Fui una niña risueña e activa hasta que poco antes de la adolescencia. Los síntomas aparecieron muy lentamente entre los 11 y los veintipico. Y a los 27 fui diagnosticada con pruebas clínicas y genéticas. Por unos 7 años caí en la bruma del cansancio extremo, de la pesadez, del ensueño, de las pesadillas, de las alucinaciones que coqueteaban con la locura. Mucho de lo que había construido hasta entonces (una vida independiente, una carrera exitosa) se esfumó entre mis sueños.
Mi fortuna fue tener unos poderosos vínculos que no permitieron que me hundiera para siempre en la autocompasión. Hablo de mi familia y de mis amigos. Hace poco veía la escena de una serie ficción en la que la protagonista realiza una caminata espacial y queda extasiada con el cosmos. La tentación de flotar hasta el deliro es enorme. Pero el cordón umbilical que te mantiene conectado a la nave que te regresará a tu planeta y a tus afectos es tan poderoso que te conformas por un instante con la vista del universo y luego emprendes el camino de regreso hasta tu origen.
Así lo hice y a los 50 años no tengo tiempo que perder. Cada día soy mamá de dos, jardinera, periodista, chofer, cocinera, ama de llaves, amiga, esposa.
Ayer me desperté a las 7:00 a.m. y a las 9:00 p.m. seguía tecleando. Me faltó caminar al menos seis kilómetros al aire libre para sentirme completamente en equilibrio. Reconozco aunque no esté adormecida sigo luchando con la narcolepsia. Con la desaparición de la somnolencia apareció la dificultad para dormir de noche. Porque lo que tenemos averiado es el sistema cerebral que regula los ciclos del dormir y el despertar. Lo asumo como otro desafío, que es menos complejo porque con los años he aprendido a conocer y controlar mi cuerpo.
Pero no hay dos narcolépticos iguales, así como tampoco existen certezas de cómo será nuestra vida en 5, 10 o 15 años. Confío en que la medicina avance y tengamos mejores tratamientos. Quizá, algún día, podamos detectar la narcolepsia antes de que aparezcan los síntomas para prevenirla.
Ya no padezco de una hipersomnia severa que me hacía roncar en cualquier parte como cuando tenía 30, ni colapso a diario con cataplexia, ni me atormentan las parálisis del sueño. Lo que sí lamento son las ocasiones en que mis hijas me cuentan sus anécdotas y yo preferiría estar durmiendo. Cuando pego un brinco y grito con los ruidos. Cuando mi cerebro se pone en automático y no tengo sonrisas ni palabras de aliento para nadie.
Mis hijas me preguntan cuándo fue la última vez que me reí a carcajadas y no lo recuerdo. He aprendido a controlar mis emociones y contener las risas para no desvanecer.
A los amigos y familiares les digo que no malinterpreten mis ausencias. Cuando no salgo a una fiesta, cuando no voy a un paseo, cuando no atiendo el teléfono no se trata de flojera ni desinterés. A veces necesito de largos silencios para recomponerse, necesito calma para encontrarme. Paradójicamente, para convivir con otros necesito momentos de soledad.
Y a los que no me conocen y se preguntan de qué se trata toda esta historia, comparto el material informativo en español que preparó Sleep Project sobre esta particular condición que me hace irritable, nerviosa, aprehensiva, emotiva, imaginativa, soñadora y un poquito desquiciada.












Wow. No sabia. Me gustaría saber mas de esto y de tu experiencia. Ahora durante este pandemia mi esposo se levanta en las noches bastantes y con dolor de espalda y que se duerme la pierna.